Aquella mañana el cielo estaba totalmente despejado y de un azul intenso que contrastaba con el frío húmedo que se metía en los huesos, como si de una broma de mal gusto se tratase.
Doña Ana paseaba de un lado a otro, concentrada en fumar su cigarrillo de las tres de la tarde, ritual al que asistía desde hacía cinco años a esas horas. A estas alturas podía corroborar que aquella mujer nunca había faltado a su cita, ni siquiera en los días de lluvia en los que se refugiaba en la entrada del edificio de publicaciones, justo en el umbral de las escaleras de piedra amorfa, escudriñando a través de sus gafas, con ese gesto a medio camino entre la risa y el hastío del perro viejo que está de vuelta de todo.
Cuando me acerqué a ella se había parado y permanecía encorvada de espaldas, en una actitud reflexiva. Llevaba una falda floreada que sin llegar a ser bonita tenía un colorido distinto de los azules apagados y grises que acostumbraba a lucir. Una ligera brisa balanceó como por descuido aquella falda atemporal, de tal manera que por un instante vi en su silueta lánguida y ligeramente encorvada, a una mujer más joven, frágil y triste.
Ese día abandoné el edificio de tres plantas destartalado y húmedo que había sido mi lugar de trabajo durante estos años. Lo hice con la tranquilidad de haber tomado por primera vez una decisión sin consultarla con nadie.Simplemente sabía que tenía que irme y dejar atrás todas las decisiones que hasta la fecha habían compuesto mi vida y que tanto habían condicionado mi felicidad.
Pasé justo delante de Doña Ana, sin levantar la vista. Sentí el impulso de despedirme de ella… Pero no lo hice. Dejé que siguiese inmersa en sus pensamientos, fumando su cigarrillo. Doña Ana… La eterna y perfecta funcionaria, tan profesional y hermética que parecía haber estado siempre confinada entre aquellas montañas de papeles en las que cualquiera podía perderse fácilmente, menos ella.
Todas las mañanas nos encontrábamos en el autobús y me miraba tras sus gafas con forma de mariposa que ahora volvían a estar de moda.
No la echaría de menos, estaba seguro de ello. Prefería retenerla en mi memoria con aquellos escasos recuerdos. Evitando aquellos otros en los que con el ceño fruncido y aquél humor ácido que tan poca gracia me hacía, se negaba a registrar algún escrito urgente, por el simple placer de dejar claro que la antigüedad seguía siendo un grado en aquella Administración de advenedizos.
Derepente, una voz ronca sonó a mis espaldas, como la llamada de atención de una estricta profesora a su alumno. –¡García!– me dí la vuelta sorprendido, casi sobresaltado. Allí estaba Doña Ana, con el mismo gesto arisco de siempre. –Le deseo mucha suerte– dijo. Su boca hizo una mueca que se acercaba a una sonrisa. La miré durante unos segundos, sonriendo. –Gracias Doña Ana…– contesté.
Después, caminé sin ser consciente del tiempo, tan solo veía que una nueva ciudad que se abría ante mí. Y ahora si, el día era perfecto.
Por Patricia Bernardo Delgado.
Un comentario
Por un momento pensé que se trataba de Doña Ana Ozores «La Regenta»…quien sabe a lo mejor por la tarde tenia cita con el Magistral de la Catedral, una mujer llena de sorpresas.