“Conozco a una chica en una calle solitaria es fría como el helado, pero aún más dulce… Abre los ojos niña de Domingo. Hey, yo vi a tu chico con una chica diferente. Parece que está en otro mundo. Corre y escóndete niña de Domingo…”
María canturreba la canción “Sunday girl” de She and him, mientras deambulaba por su piso. Intentando poner orden en el desorden que cada día parecía más imposible… Revolvía entre la ropa amontonada encima del tendal, en el que hacía días que todo estaba seco como el cartón. Se había propuesto solucionar la vorágine que la acompañaba desde hacía meses. Pero siempre lo posponía para más adelante… Si, lo haría mañana… No, mejor pasado mañana… Se consolaba a sí misma diciéndose que tampoco era tan grave… Pero después, contemplaba su pequeño caos y un brote de ansiedad la impulsaba a tomar cartas en el asunto. Esas cartas nunca eran lo suficientemente poderosas como para ganar la partida. Así que siempre acababa retirándose, dejando el trabajo a medio hacer. Pero ese día era domingo. Uno de esos domingos de verano en los que el sol se entrometía de mala manera por las ventanas que rodeaban su piso. Odiaba los domingos. Malditos domingos. Afuera no se oía nada. Ni siquiera los coches. Porque los domingos de agosto las personas estaban de vacaciones, o en la playa, o pasando el día en un sitio al aire libre. La música la hacía ponerse de buen humor. Cuando empezó a sonar “French Navy” de Camera Obscura, comenzó a mover sus caderas a un lado y a otro, marcando cada tiempo en que la batería anunciaba una nueva estrofa, para después recoger una camiseta, luego otro movimiento de cadera, hasta que el sonido de los violines acelerado la hacía pegar saltitos… La casa tenía otra apariencia. El vestidor había recuperado la compostura. Un pañuelo colgado por un lado, bolsos y más bolsos en la puerta, chaquetas, vestidos y camisas colgadas en perchas a la vista de un armario inacabado… Zapatos alineados en el suelo… Se preguntaba cuánto tardaría en deshacerse todo otra vez… El salón ya no acumulaba tazas de café, libros y ceniceros cargados de cigarrillos… Su cama estaba hecha. El baño bastante aceptable. Había puesto el fregaplatos y escondido la ropa sucia en un cesto. Estaba satisfecha. Se merecía un cigarrillo, quizás una nueva taza de café… El teléfono sonó. Era su madre.
–Hija… ¿como estás? ¿Qué haces?– María se dejó caer sofocada en el sofá mientras sujetaba el auricular.
–Pues acabo de terminar de ordenar la casa… Y ahora iba a prepararme la comida- mintió.
–Veo que no has salido…–
Su madre constataba cada domingo el estado de María. Sabía que no le gustaban. Aunque hiciese sol y fuese casi obligatorio salir de casa ella rara vez lo hacía. La madre de María consideraba que era un desperdicio que una mujer joven y llena de vida, se quedase un domingo en casa, pudiendo estar en la playa, tomar el sol, ponerse morena, o estar con un novio que parecía no llegar. María la entendía… Podía ponerse el lugar de quien siente tanto amor que desea con todas sus fuerzas que su vida sea perfecta. Pero al fin y al cabo amar, no deja de ser un acto de desprendimiento, que implica dejar que el otro sea quien quiere ser… Por su parte, la madre de María estaba empezando a entenderla y respetarla. A su hija no le gustaban los domingos. Igual que a su padre. ¡Qué se le iba a hacer!. Sabía que detestaba salir, salvo que estuviese de vacaciones en algún lugar en el que no se distinguiesen los días de la semana por sus nombres. Había aprendido a aceptar que su hija era alguien con entidad propia y no el resultado de un producto creado para ser lo que ella quisiese. Sin embargo, María se mortificaba muchas veces pensando en lo frustrante que debía ser para su madre ver cómo todos sus esfuerzos se habían ido al traste, dado como resultado a una mujer incompleta: sin marido y sin hijos…
Todo lo demás había salido según lo previsto. Su hija no tendría de qué preocuparse, tenía un trabajo, un precioso apartamento, buenas amistades… Pero no había tenido suerte en el amor. Eso la inquietaba. ¿Qué sería de ella cuando envejeciese?. ¿Se quedaría sola?. María deseaba con todas sus fuerzas transmitir a su madre tranquilidad… Ansiaba ordenar su alma de la misma manera que acababa de ordenar su piso. Sería un orden incompleto, pero al menos sería el comienzo.
Lo que María no sabía es que hacía tiempo que su madre había dejado de preocuparse en ese aspecto por ella. Eran nuevos tiempos. Se resistía a creerlo, pero así era. Se lo decían los divorcios de los hijos de sus amigas y sus preocupaciones por sus nietos, los problemas económicos que ello suponía. La falta de trabajo, los traslados a otros países, la lejanía y la soledad… Se había dado cuenta de que su hija a fin de cuentas no estaba tan mal. La miraba con orgullo por ser como era: diferente. Pero sí, los domingos soleados de verano eran días para salir a la calle, para recuperarse y prepararse para la semana de trabajo que estaba por llegar y recargar el espíritu mirando al sol. No era sano que se quedase en casa. Pero lo respetaba. Sabía que María no lloraría, y si lo hacía, sería sin darle mas importancia de la cuenta. Su hija era fuerte.
-No mama, no me apetecía… Si estuviese de vacaciones… Pero es que solo de pensar en pelearme por buscar sitio en alguna playa me pone de mal humor…- su madre sonrió al otro lado del teléfono. Ya conocía la respuesta.
-Hija… Te entiendo, pero me preocupa que te vuelvas una ermitaña. Tu eres una persona muy sociable… ¿No empezarás a odiar a la gente?-
María se rió con ganas –Bueno mama, hay veces que detesto a la gente. Pero en general me gustan las personas. Estoy deseando verte. ¿Cómo está el día por ahí?- preguntó, cambiando de tema.
-Pues aquí hoy hace un día estupendo. Demasiado calor… Tenemos ganas de que vengas… Ya verás lo bien que vas a dormir-
María se lo imaginó, se imaginó pasando esos días que dejaban de tener nombre individualizado y pasaban a llamarse vacaciones… Entonces ella también sonrió y le dijo a su madre: –Ya solo queda una semana… Ahora voy a poner una lavadora para llevar la ropa limpia- mintió de nuevo. No pensaba hacer nada de eso, si no estirar las piernas sobre la mesa, con las ventanas abiertas, fumarse un cigarrillo y quizás abrir una cerveza en vez de preparase un café. Después, pensaría qué comer, mientras buscaba en los canales de televisión alguna película… Se quedaría dormida… tardaría en recuperar la conciencia… Tomaría un café y fumaría otro cigarrillo, quizás leyese, quizás escuchase música… Quizás…
-Un beso cariño. Que descanses y que el lunes no sea muy duro. Piensa que ya queda menos para las vacaciones-
María colgó el teléfono al mismo tiempo que un estruendo proveniente del piso de arriba la hizo sobresaltarse. Había sido un golpe fuerte y seco, que se había apoderado primero de su estómago y después de su corazón, generando unas palpitaciones que la dejaron casi sin aliento. No había sido un golpe normal. Era como si hubiese caído un armario, una mesa, un sofá, o una habitación entera. La lámpara de su techo se había balanceado… Se quedo parada con las manos en el pecho que latía atropelladamente. Esperó un nuevo ruido, un sonido, alguna voz… Pero nada. El más absoluto silencio. Empezó a tranquilizarse, a recordar que no era la primera vez que oía ruidos en el piso de arriba. No tan fuertes como este, pero era bastante habitual que los hubiese. Siempre pensó que se trataba de la enfermiza obsesión de su vecina por cambiar los muebles de sitio. Era una mujer mayor, tendría alrededor de setenta años. Vivía con su marido, un hombre que estaba segura de que ya pasaba de los ochenta. Y si no era así, desde luego parecía un anciano. Le caía bien, porque era entrañable. Le producía ternura, le veía bueno e indefenso. Agradable y afectuoso. Ella sin embargo, parecía la bruja mala de un cuento de hadas. Su pelo era negro, mezclado con alguna cana y lo llevaba corto, lo cual realzaba su altura y delgadez. Sus gestos eran estrictos, como los de una institutriz alemana. Aunque las pocas veces que se había encontrado con ella en el ascensor, se esforzaba por sonreír y resultar agradable. La última vez, se había quejado de una de sus vecinas, que al parecer taconeaba por el pasillo a horas insospechadas… Y preguntó a María si ellos hacían mucho ruido. María mintió, diciéndole que no oía nada, que ella pasaba casi todo el tiempo fuera de casa. Esto último era verdad. Pero sí escuchaba los ruidos de los muebles arrastrándose por la noche. El comentario de su vecina le había creado la duda de si se trataba de una indirecta o sencillamente una confesión inocente.
Aquella noche se lo había contado a Ramón. Y él fue de la opinión de que en realidad, se estaba refiriendo a María y le estaba lanzando una ofensiva. Pero ella se resistía a creerlo, porque le costaba mucho pensar que alguien pudiese hacer nada con mala intención. Era tan directa que anunciaba sus propósitos con faros de largo alcance y una banda de música si era necesario. Así que prefería quedarse con la versión de que aquella mujer sencillamente no pensaba que ella fuese la causante de ningún taconeo. Ramón se reía con los comentarios de María. Admiraba esa moral que parecía incorruptible y su dulzura, mezclada con esos accesos de ira fáciles de sofocar. Era tan sencillo contrariarla y al poco hacer que sonriese y le hiciese sentir el único hombre del planeta…
Pero Ramón no estaba en ese momento en que el techo había parecido derrumbarse sobre la cabeza de María. Pensó que ahí arriba había explotado algo. Quizás la caldera… Pero no, no podía ser, porque el sonido habría sido diferente. Y las calderas del edificio eran prácticamente nuevas… ¿Qué habría sucedido? ¿Estarían bien sus vecinos? ¿O quizás la ciudad estaba siendo víctima de un atentado terrorista y la siguiente en caer sería ella? Desechó esta idea tan descabellada. El silencio que había sobrevenido al estruendo fue tan categórico como definitivo. Ni un sonido más. Nada de nada.
María salió del salón, avanzó por el pasillo despacio. Se acercó a la puerta y apoyó su ojo derecho en la mirilla para ver si alguien había salido al descansillo asustado por el ruido. Pero no había nadie. Era domingo, un domingo de verano en el que nadie, excepto ella, estaba en casa. Se dio entonces cuenta de lo rara que era, de lo insano que era estar un domingo de sol en casa, más sola que la una, bailando mientras hacía que limpiaba. Y se prometió a sí misma cambiar de hábitos. Pero ese día ya era demasiado tarde. Su cara seguía pegada a la puerta con el oído atento a cualquier sonido. Nada seguía siendo la respuesta inmediata. Nada de nada, ni un alma, ni un suspiro.
Introdujo las llaves para deshacer los giros con los que Ramón había cerrado la puerta. Siempre se iba con prisa los domingos. Y ella se quedaba sola. Deseando que volviese. Pero nunca lo hacía. Salió al descansillo y miró a un lado y a otro. Después, volvió a cerrar la puerta. Suspiró. Su corazón todavía palpitaba ligeramente. Últimamente cualquier ruido la sobresaltaba. Era eso. Solo eso. Pero al poco escuchó el movimiento del ascensor. Primero había cogido impulso para después, empezar a descender. Su corazón volvió a acelerarse. Abrió de nuevo la puerta y cogió las llaves. Bajó por las escaleras de incendios. Al llegar al final del trayecto, el ascensor ya se había cerrado de nuevo, casi a la vez que la puerta de cortafuegos que comunicaba con el portal. La abrió justo cuando se cerraba con un golpe seco. Y entonces vio a su vecina. El chirrido de la puerta al abrirse de nuevo hizo que se diese la vuelta como un resorte. Sonrió forzada.
–Ah… eres tú… ¡Qué susto me has dado!– dijo apoyando sus manos en el pecho.
-Si… lo siento… Qué día más bonito, ¿verdad?
-Si–contestó un tanto confusa la vecina– ¿Cómo es que no estás en la playa?.
– Bueno…- valvuceó María– Los domingos hay demasiada gente… Ya sabe, atascos, peleas para aparcar…
–Ya…–contestó sin entender el razonamiento de María. Seguramente hacía mucho que no iba a la playa o quizás no había ido nunca. Parecía mas amiga de la noche que del día. Su cara tenía un color cetrino y las ojeras rodeaban sus ojos sin remilgos. María sonreía tanto que le dolía la mandíbula. Se habían quedado paradas dentro del portal. La vecina avanzó para abrir la puerta de la calle. María le cortó el paso para sujetar la puerta y que ella saliese primero.
–¿Qué tal está su marido? Hace mucho que no lo veo– intentó hacer la pregunta de forma desenfada. La vecina entornó los ojos.
–Está un poco delicado. Últimamente no se encuentra muy bien.
–Oh… Espero que no sea nada grave…– sus ojos se arrugaron mas aún. Como los de un gato que observa a su presa, antes de lanzarse a por ella. Pero María seguía manteniendo la compostura, esperando el momento adecuado para preguntarle por el estruendo de hacía un momento.
–La edad hija, la edad. Nos hacemos mayores y… Ya sabes–
María se armó de valor–Bueno, verá he de confesar que me preocupé un poco porque escuché un ruido muy fuerte y pensé que podía haberles pasado algo…– la vecina arqueó las cejas y arrugó su frente más de lo que ya estaba. Abrió sus ojos entornados, que resultaron ser de un azul aguado y sonrió. A María le dio un escalofrío.
–Perdone, no quería entrometerme…
–No te preocupes… Todos nos entrometemos de vez en cuando. Es inevitable en este vecindario en el que se escucha todo… Precisamente yo me preocupé mucho el otro día por ti. Se oían unos gritos terribles… Y unos golpes muy fuertes. Llegué a pensar que habían entrado en tu casa y a punto estuve de llamar a la policía. Pero luego me di cuenta que solo se trataba de que tú y «tu amigo», ese que viene a verte todas las noches, os lo estabais pasándo muy bien… Y me quedé más tranquila- la vecina sonrió con sarcasmo–Ya sabes… Las personas mayores a veces no nos damos cuenta de que los jóvenes tenéis una forma de divertiros diferente a la nuestra… El caso es que de vez en cuando me gusta hacer un poco de orden y a veces no soy consciente del ruido que hago… Disculpa si te he molestado…–
María no daba crédito. Menuda hija de … Pero se contuvo. Se había puesto roja de vergüenza y de ira. Le ardía la cara. Era cierto que Ramón y ella a veces no eran demasiado cuidadosos. ¿Acaso era una venganza de su vecina por haberse excedido aquella noche?. Ni siquiera imaginaba de dónde sacaba la fuerza, pero así era. Se trataba de eso. Lo había hecho a posta.
–Ha quedado aclarado señora. Y no se preocupe, la próxima vez que nos oiga, puede llamar a la policía. Yo haré lo mismo cuando vuelva a sentir que se derrumba el techo encima de mi piso. Que tenga un buen día– Volvió a entrar en el portal, dando un portazo. Subió las escaleras más rápido de lo que las había bajado para calmar su enfado. Resoplaba de impotencia cuando llegó a su casa. Decidió llamar a Ramón para contárselo todo.
–¿Qué pasa? ¿Qué has estropeado esta vez…?.
–Muy gracioso– contestó María –No te lo vas a creer.
– Dispara.
–Eso es lo que me gustaría hacer en estos momentos, pero no tengo un arma de fuego a mi alcance.
–Uy… Parece más grave de lo que pensaba. ¿Qué te pasa?.
–Pues verás, ¿tú te acuerdas de mi vecina de arriba?. ¿Aquella que me preguntó un día si hacían mucho ruido ella y su marido?.
–Si, claro. Es la vecina que te dijo que dejases de taconear todas las mañanas y tú no te sentiste aludida.
– Odio que tengas razón, pero así es.
– Estaba claro.
–Bueno, vale, pero no te lo vas a creer. Resulta que hoy estaba yo ordenando la casa…
–Tienes razón no me lo creo– interrumpió Ramón.
–¿Sabes que a veces me caes realmente mal?– al otro lado del teléfono él se reía con ganas.
–Voy a hacer caso omiso a tu comentario. El caso es que mientras “ordenaba” mi casa, escuché un ruido muy fuerte en el piso de arriba. Fue horrible. Era como si hubiesen tirado al suelo un armario. Hasta se movió la lámpara del salón– Ramón volvió a intervenir.
–Tienes que quitar esa lámpara. Óculos nena, óculos.
–Me estás empezando a mosquear– dijo María.
–Lo se…– seguía riéndose– No te enfades, venga… Sigue…–
María suspiró –Vale ahora no me interrumpas y mucho menos te rías.
– Prometido– dijo Ramón conteniéndose.
–Bien. Pues me preocupé. Ya me conoces. Pensé que había ocurrido algo terrible y siniestro. Me llevé un buen susto. Mas bien me puse de los nervios. Iba a subir a su casa para ver si estaban bien. Pero de repente oí el ascensor y salí por la puerta como el rayo, bajé por las escaleras y me encontré a mi vecina. Ella se sobresaltó al verme y yo, como una tonta sonreía sin parar y le daba conversación, hasta que me armé de valor y le pregunté por su marido y si estaban bien. Le conté que había escuchado un ruido muy fuerte… ¿Y sabes lo que me dijo?.
–¿Puedo hablar ya?.
–Si, claro, te estoy preguntando.
–No, no se lo que te dijo.
–Pues que ella también nos oía a nosotros por las noches y que el otro día casi llama a la policía. ¿Te lo puedes creer? ¡Menuda bruja!– al otro lado del teléfono sólo se oía la risa de Ramón.
–Si, puedes reírte…– María no pudo contenerse y también lo hizo– Desde luego… Estas cosas solo me pasan a mi.
–¿Y tú qué contestaste?.
–Pues… Yo estaba tan avergonzada y ofendida, que le dije que para la próxima llamase a la policía, que yo también lo haría cuando volviese a armar ese escándalo…
–Bueno, está claro que tu vecina te está puteando.
–Nos, está puteando.
–Qué bonito suena eso del “nos”– dijo Ramón con sorna.
–En fin…–suspiró María– Eso es todo–
–Casi nada… ¿Y ahora dónde estás?– preguntó Ramón.
–En casa. ¿Y tú?.
–Tomando el sol, en una terraza mientras me tomo un café– María sintió una punzada en el pecho. Y se dio cuenta por qué odiaba tanto los domingos. Precisamente por eso. Porque nunca había un “nos” con Ramón.
–Pues disfruta de tu café. Yo voy a ver si me preparo algo de comer– Volvió a mentir, igual que hacía un rato a su madre. Que pases un buen día.
–Idem–respondió él a modo de despedida.
«Mierda», pensó ella. Ahora odiaba más los domingos. Tiró el teléfono con furia encima del sofá y después se tiró ella. Encendió un cigarrillo y después la televisión. Dejó que el día pasase y se fuese poco a poco, al igual que su contrariedad. Después llegó la noche y Ramón no fue a verla. Un escueto mensaje de buenas noches fue lo que recibió. Tardó en conciliar el sueño. Creyó escuchar en un duermevela algún ruido en el piso de arriba. Pero finalmente se durmió profundamente.
Al día siguiente, cuando salía de casa con prisa para ir a trabajar, a medio peinar y pintándose los labios por el camino, se encontró una ambulancia frente al portal. Vio como introducían una camilla con alguien tumbado y tapado con una sábana. Entonces, vió a su vecina. Ella la miró y entornó los ojos, igual que el día anterior. Después se metió en la ambulancia y no volvió a mirar más. Al día siguiente una esquela anunciaba a todos los vecinos que Manuel Sánchez García, había fallecido a los ochenta y seis años de edad. Nunca supo la razón de su muerte. Pero siempre le quedará la duda de si fue natural o si tuvo algo que ver con el suceso de aquél maldito domingo. La vecina dejó de serlo y nunca más volvió a verla. Se llamaba Adela. Nunca le había gustado ese nombre. Tampoco investigó más sobre ella.
Poco después, sus nuevos vecinos pasaron una ser una pareja con dos niños y un perro que hacían todavía mas ruido que los anteriores. Pero eran los ruidos normales de la vida. La vida que ella había empezado a tener, incluso los domingos.
Por Patricia Bernardo Delgado