El cielo estaba blanco y las gaviotas volaban nerviosas, haciendo círculos sobre el mar. El color de su espuma combinaba perfectamente con el cielo, con las gaviotas y con la arena, fina y escurridiza, pálida y etérea. Las olas rompían en la orilla, creando un pequeño escalón, cada vez más pronunciado, que dificultaba el camino a los paseantes… Hacía algo de brisa, esa que anuncia que el verano se está terminando, esa que huele a septiembre y a añoranza, a melancolía y a despedidas… El sol se esforzaba por flanquear el cerco de nubes homogéneas que cubrían el cielo, emitiendo pequeños destellos de luz. Un joven ataviado con un chaleco fosforescente recorría la playa recogiendo los escasos restos de basura extendidos en la orilla, para guardarlos en una bolsa. Cada poco se paraba a inspeccionar el terreno de forma minuciosa.
Al final del recorrido estaba la casa de la playa, encaramada en una ladera, desafiando a la gravedad, provocando al mar, al cielo y a las gaviotas. Protegida por las rocas que habían construido de forma natural un muro. Debajo, el precipicio, las olas rompiendo furiosas. El joven miró en dirección a la casa y se paró. Sujetaba su bolsa dando la espalda a la playa. Y así se mantuvo escudriñando con sus ojos la casa de piedra que yacía solitaria, abandonada. No se sabe lo que pudo pensar en ese momento. Se dio la vuelta y comenzó a deshacer su camino, repasando cada rincón ya visitado, por si pudiese haber pasado por alto algún desperdicio susceptible de ingresar en su bolsa.
A lo lejos, una pareja cogida de la mano avanzaba en su dirección. Cuando se cruzaron con el chico no le miraron. Pero él sí lo hizo. No los había visto en todo el verano. Los observó con la misma curiosidad con la que miraba todos los que no formaban parte del escenario cotidiano. Eran intrusos. Igual que el trozo de envoltorio de caramelo que acababa de recoger, que la bolsa de pipas o el pañuelo de papel que estaba escondido entre las rocas. Ellos lo ignoraban. Ni siquiera se habían percatado de su presencia. Paseaban en silencio, en aparente tranquilidad, mirando en direcciones diferentes. Él miraba a la casa. Ella miraba al mar. Se habían puesto de acuerdo antes de salir. Él le había preguntado qué ponerse, si haría frío, o si saldría el sol. Si sería necesario llevar gafas de sol y gorra, pantalón largo o corto, un jersey o solo una camiseta de manga corta. Finalmente habían sido pantalones cortos, una camiseta, gafas y gorra. Ella llevaba un bañador con un pareo anudado a la cintura que recogía con las manos cada vez que se acercaba una ola. Sus manos se aferraban la una a la otra, como si fuese el único indicio de que estaban juntos.
Su figura se fue haciendo más lejana a los ojos del chico. Pero no lo suficiente como para no ver que la pareja se había detenido, soltando sus manos, dejando de ser pareja y pasando a ser dos personas que se colocaban frente a frente. Él extendía los brazos, para después dejarlos caer. Ella se había quitado el sombrero y las gafas. Escondía su cabeza entre sus manos. Después, él se giró y siguió caminado en dirección a la casa. Ella se quedó en el mismo sitio, inmóvil, sin alterar su postura, ni descubrir su cara. El chico siguió mirándole a él, que subía la ladera y llegaba hasta la casa de la playa. Afinó su vista protegiéndose torpemente de los rayos del sol que luchaban con fuerza por romper el cerco de nubes, y al fin le pudo ver tras el muro de la casa, mirando a la playa, quizás mirándola a ella, que ahora estaba sentada en la arena, sin apartar la vista del mar. Revolvía con sus manos la arena y en ese revolver, desenterró el palo de madera de un helado. Lo arrojó a la orilla. Pero no lo suficientemente lejos como para saltar el escalón que habían formado las olas. El chico que sabía detectar cualquier atisbo de basura en su playa, se acercó hasta ella. Pero no se percató de que estaba llorando, ni tampoco que ella ahora sí le observaba mientras caminaba a recoger el palo que acababa de tirar. No se sabe lo que pensó cuando miró al chico. Ni lo que pensaba la persona que la miraba desde la casa de la playa. Ella abrazó sus piernas, se puso las gafas de sol y siguió mirando al mar. Él entró en la casa. El chico guardó el palo en la bolsa y se fue sin mirar atrás. Nunca se sabrá lo que pasó después. Tan solo se sabe que ese día, el sol consiguió rasgar el cielo blanco a las seis de la tarde. Y que la playa se llenó de parejas que seguían siéndolo, o que empezaban a serlo, de familias y niños que corrían de un lado a otro, dejando los restos de su paso que serían recogidos a la mañana siguiente por el chico de la playa.
Por Patricia Bernardo Delgado.
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