Se acabó la fiesta

A las doce de la noche de un martes la música dejó de sonar en el piso número cinco. La aguja zigzagueó titubeante antes de que la chica levantase el brazo del tocadiscos para interrumpir su recorrido. Las risas cesaron, las animadas conversaciones dieron lugar al silencio, las parejas dejaron de bailar… Todos se volvieron para mirar a la chica. Ella agachaba la cabeza, centrando su mirada en el disco que aún giraba, cada vez más despacio. Esperaba el momento en que se pararía definitivamente, mientras observaba los surcos transitados por la aguja. Pensaba en lo fundamental de su papel. Sin ella, el disco no sería nada más que un plato sin función ni contenido.

Sin embargo, había un problema entre ellos, un inconveniente muy grande: el exceso de contacto. Tarde o temprano, uno de los dos se acabaría desgastando por el paso del tiempo. Había que ser muy cuidadosos. Todo dependía del material del que estuviese hecha la aguja o del estado de conservación del disco. Una mala limpieza, demasiadas motas de polvo… La conservación exigía delicadeza. Por eso, lo mejor era no abusar. Dosificar los encuentros, medir con mesura cada tiempo de duración para evitar su perecimiento.

 La chica miraba al disco gastado. Lo miraba con tristeza, sabedora de que tarde o temprano dejaría de emitir ese delicioso sonido. La aguja de zafiro también tenía la punta desgastada… Pero aún brillaba y esperaba ansiosa descargar su peso sobre el disco que poco a poco iba frenando su marcha. La chica no quería que parase. No quería que lo hiciese porque sabía que en ese momento tendría que levantar la vista y mirarlos a todos. Explicarles por qué había interrumpido la música. Sabía que tenía que comunicarles que la fiesta había terminado. Que las risas, el alcohol derramado en la alfombra, los pies descalzos en el sofá y las bromas se tenían que terminar. No quería que el disco dejase de sonar para siempre, ni quería cambiar la aguja de su tocadiscos. No deseaba que nada cambiase. Pero sabía que si no interrumpía la fiesta, todo dejaría de ser como antes para siempre. Por fin levantó la vista y los vio a todos, con los ojos brillantes, el pelo revuelto, aún excitados, completamente borrachos. Posó el brazo del tocadiscos y se apartó el flequillo de la cara. Hacía calor, demasiado calor para el mes de septiembre. Estaba sudando sin poder evitarlo. El ambiente estaba cargado por el humo, por la pasión, por las ganas de que la noche no cesase…Había demasiadas ansias dentro de aquél salón.  Pero ella sabía que a esa hora, a las doce de la noche de ese martes, la fiesta debía terminar. Ni siquiera sabía si volvería a celebrar más fiestas…

Ellos la miraron con cara de decepción cuando les comunicó que la fiesta había terminado. Nunca los había echado, siempre habían sido ellos los que decidían cuando irse. Acostumbrados a la delicia de saber que en aquél piso número cinco, siempre serían acogidos, siempre habría una fiesta que celebrar.

 -Si… Ya es hora de que os larguéis- dijo con gesto cansado, mientras el disco se paraba a cámara lenta. Apagaron sus cigarrillos, dejaron sus copas, cogieron sus chaquetas… Abandonaron poco a poco la sala. Dejaron el salón igual de revuelto que el corazón de la chica. Al fondo de la sala solo quedaba una persona. Él permanecía apoyado en la pared, mirándola con ese gesto tan suyo… Aún seguía fumando, observándola. Ella también le miraba a él, desafiante. Giró la cabeza de un lado a otro, mientras sus ojos se empañaban de lágrimas. Tragó saliva. Él aplastó el cigarrillo en el cenicero. Se acercó a ella, abriendo los brazos. Esperando que su cuerpo se pegase a él sin oponer resistencia. Pero ella se quedó en su sitio, custodiando su tocadiscos, lo único que seguiría intacto, mientras pudiese protegerlo –La fiesta se acabó…-dijo al fin. Él la miró dolido, emitiendo un sonido parecido al de un animal herido, o quizás al de un niño al que le arrebatan su más preciado juguete.

–Lo entiendo…- dijo. Y se fue, cerrando la puerta con suavidad…

La sala se quedó vacía. Se hizo el silencio. Un silencio que sería el comienzo de muchos silencios en el piso número cinco, en el que no hubo más fiestas, ni más llamadas… De repente el silencio fue lo único que habitó en la sala.

De vez en cuando la chica enciende el tocadiscos. Deja que suene el disco, pero solo un poco. No quiere que la aguja lo desgaste. Espera que cada vez que lo escuche sea capaz de sentir exactamente lo mismo. Que nada lo altere… Ni el polvo, ni la humedad, ni los inviernos y veranos, ni los días silenciosos y calmados que están por llegar… Desea que ninguno de ellos borre el sonido de ese disco que puso fin a la fiesta en el piso número cinco un martes a las doce de la noche.

Por Patricia Bernardo Delgado.

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