La cumbre de la vida

Foto: Bansky.

Lucía y Simón decidieron emprender un viaje en busca de la “La montaña de la vida”. Ese lugar había adquirido mucha fama porque las personas que conseguían llegar hasta su cima, experimentaban un cambio en su vida imposible de explicar. Nadie de los que allí habían estado, eran capaces de definir lo que habían visto, ni sentido. Tampoco qué cosas de su vida habían cambiado a partir de ese momento. Tan solo alcanzaban a resumir su experiencia como: “Inolvidable” “indescriptible”, “grandiosa”. Otros llegaban mas allá y decían: “Me ha transformado”. Pero cuando les preguntaban qué era lo que había cambiado, se encogían de hombros y decían: “No sabría explicarlo. Solo sé que mi vida ya no es la misma”.

La expectación crecía conforme los datos eran más escasos. Los periódicos y la televisión se hacían eco de tan extraño lugar del que nadie tenía una fotografía o un documento que acreditase su existencia. Tampoco un mapa ni dirección que indicase el camino a seguir. Sencillamente las personas sabían que tenía que ir y lo hacían. Muchos pensaban que se trataba de una leyenda, de una historia de un grupo de visionarios, que habían perdido la cabeza o pretendían difundir entre la población alguna extraña creencia, que después, conduciría a que existía un Dios que reinaba en dicho lugar y te concedería la eterna existencia. Pero con el paso del tiempo, visitar la montaña de la vida y alcanzar su cumbre, se había convertido en algo tan común como hacer el “Camino de Santiago”. Dejó de tener tanta expectación y pasó a formar parte de la cotidianeidad de este mundo.

Lucía y Simón tomaron la decisión sin buscarla. Sencillamente una mañana se levantaron, y mientras desayunaban en silencio, como cada día antes de ir a trabajar, se escucharon diciendo -Dentro de tres días viajaremos a la montaña de la vida y subiremos a su cumbre-. Se miraron extrañados, como si sus palabras fuesen articuladas por otras personas. Pero después, siguieron con sus tareas, se ducharon, se vistieron, se despidieron con un ligero beso, emprendiendo el camino hacia su oficina. Puntuales, perfectos, sin alterar ni una sola de sus costumbres.

Cuando Lucía y Simón dijeron a sus jefes que tenían pensado irse de vacaciones a la montaña de la vida, éstos no se sorprendieron. Esperaban que eso sucediese y consintieron sin oponer resistencia con una sonrisa, pues  ellos ya habían visitado hacía mucho tiempo ese lugar. Algunos de sus compañeros los miraron con envidia. Todos les desearon buen viaje, esperando que regresasen pronto para contarles qué era lo que pasaba allí, si es que eran capaces de hacerlo.

No fue difícil encontrar el camino. El coche los había conducido durante algunos kilómetros a las afueras de la ciudad. Todo el trayecto se fue transformando ante sus ojos, cobrando una luz apagada y gris. Se pararon en el margen de la carretera, rodeada por un bosque rodeado de pinos, en lo que parecía ser un camino de graba. Se bajaron del coche y cogieron sus mochilas. Simón se adelantó para apartar la maleza que tapaba el cartel que decía: “Bienvenidos a la montaña de la vida”. Abrió la puerta de metal oxidado que le separaba de la entrada. Lucía y él se miraron con los ojos cargados de excitación. Pero no dijeron nada. Sencillamente entraron en el bosque y empezaron a caminar. La luz había cambiado de color, el cielo ya no estaba gris y amorfo. Olía a eucalipto, a pino, a helecho y a mil y una flores… Se oía el sonido alegre y vivaz de algún pájaro y el tímido ronroneo de los insectos que deambulaban escondidos… Caminaron por el sendero que marcaba el camino hasta que llegaron a una pendiente que parecía interminable. Miraron descorazonados hacia arriba, buscando el final. A penas vislumbraron la cima, la famosa cumbre a la que debían llegar, rodeada de nubes blancas, que giraban y giraban a su alrededor… Pero no se dieron por vencidos. Ese era su destino y para eso habían llegado hasta ahí…  Así que comenzaron a subir, dejando que las horas transcurriesen sin otra idea que llegar a la cima.

El calor apareció para complicar aún más las cosas y después, el malhumor, el hambre y el cansancio, que  llegaron a la vez que la paciencia  se esfumaba. De repente, Lucía y Simón empezaron a mirarse con profundo desprecio el uno al otro. Lucía no soportaba el ruido que Simón hacía al respirar, ni cómo pisaba con fuerza el suelo, levantando el polvo de la arena del camino. Simón no aguantaba que Lucía se quejase de forma lastimosa por cualquier contratiempo, ni que necesitase parar cada poco para coger aliento, orinar o beber agua. -No bebas tanta agua y así mearás menos- pensaba- y de paso no acabas con el agua-. Definitivamente aborrecía a Lucía y a su egoísmo sin límites. Y Lucía veía a Simón como un amargado que solo sabía detectar en ella esos pequeños defectos que, por otra parte, ella consideraba más humanos que sus “tic” nerviosos.

Tal llegó a ser el rechazo entre ambos, que Lucía comenzó a apurar el paso para ir delante de Simón, y él empezó a considerar su “hazaña” como la mayor tontería que había hecho en muchos años. -¿Por qué estaba viviendo con aquella mujer tan sumamente insoportable y egocéntrica?- se preguntaba Simón.  Lucía por su parte, se echaba en cara haber dejado escapar a aquél jovencito de su oficina que le había propuesto salir a tomar unas cervezas, escogiendo volver corriendo a su casa para estar con un hombre incapaz de hacerla sentir especial, y que además, ahora se había convertido en un viejo prematuro con tos, jadeos y el mal humor propio de un amargado. -Si, era un amargado. Y llegaría antes a ese maldito lugar y su vida cambiaría para siempre, pero lo haría sola, sin Simón-

Y así Lucía y Simón caminaron y caminaron, movidos por su profundo odio hacia el otro, y la ansiedad por alcanzar «la cumbre de la vida». Simón sintió de repente una punzada en su pecho. Pero estaba muy lejos de Lucía, que casi corría pendiente arriba. Pensó que en realidad, le daba igual llegar a la cima de la  montaña. Y que si lo hacía no sería con Lucía. No tenía prisa, ni tampoco ganas de gritar que le esperase, ni de avisarla que acamparía en ese pequeño y encantador claro del bosque que había encontrado como por arte de magia.  Allí decidió quedarse. Se deshizo de su mochila, que apoyó junto al tronco de un árbol, para hacer las veces de almohada y se sentó, recostado sobre ella… La tarde empezaba a refrescar, ahuyentando el calor sofocante que los había acompañado durante el día… El cielo formaba un cuadro moteado por las hojas de los árboles que dejaban pasar los rayos del sol, como destellos que de vez en cuando le cegaban, obligándole a cerrar los ojos… Simón pensó que no había mejor lugar, ni montaña en el mundo que le diese más vida que aquél oasis… Dejó que sus sentidos se deleitasen con el sonido del silencio del bosque… Lucía seguiría caminando cual posesa. Y seguramente llegaría un momento en que se extrañaría de no escuchar sus pasos, o de no verlo avanzar tras ella. Pero… -¿Qué más daba eso ahora?. Él estaría ahí, bajo aquél árbol del bosque… No había prisa…- pensó mientras se quedaba profundamente dormido…-

Lucía había seguido caminando sin ceder ni un ápice en su intento. Ni el calor, ni la sed, ni el cansancio la habían hecho parar, ni mirar atrás. No podía darle el gusto a Simón de mostrarse débil. Quería demostrarle que ella sí que era capaz de soportar cualquier cosa con tal de alcanzar su objetivo. No le necesitaba para llegar a la cumbre de la montaña. Ni a él ni a nadie.

Pero al mirar atrás no vio a Simón. Por más que escalaba y escalaba, para buscar un lugar desde el que atisbar el camino que habían estado recorriendo, no consiguió verle. Al principio le dio igual. Pensó que tarde o temprano aparecería. Pero cuando empezó a atardecer sin tener noticias de Simón, se inquietó. -¿Le habría pasado algo?. No, Simón era demasiado inteligente como para permitir eso- se calmó a sí misma. Y continuó subiendo la cuesta, que cada vez era más pronunciada, estrechándose el camino hasta hacerla pelearse con las zarzas y helechos que le cortaban el paso. Sintió que las piernas le flaqueaban, pero se dijo que si conseguía llegar antes de que anocheciese, sería una gran proeza que Simón tendría que admitir. Y así sacó fuerzas para llegar al final del trayecto, cuando el sol empezaba a acercarse al horizonte… Supo que estaba muy cerca porque el camino se convirtió en unas escaleras de piedra que giraban y giraban, menguando con cada giro… Hasta que por fin lo vio: “La cumbre de la vida”, decía un cartel escrito en letras de colores, tantos como los del arco iris… Justo antes de subir el último escalón Lucía sintió un fuerte malestar interior que le encogió el estómago y redujo su alegría a un estado de angustia. No se oía nada más que un  leve murmullo, como el que producen las personas en la iglesia cuando rezan en silencio… Pero no se escuchaba por ninguna parte la respiración de Simón, ni sus jadeos, ni sus carraspeos para aclararse la garganta… De repente, sintió que la tristeza se apoderaba de ella, empañando el triunfo que unos minutos antes la había embargado… Y ahora… Ahora solo quedaba subir ese último escalón para llegar a la cima de aquella montaña, a  «la cumbre de la vida».  Pero lo haría ella sola, sin Simón….

Aún así, Lucía se dijo que si él no había subido sería porque no quería, o porque la odiaba tanto que no soportaba la idea de llegar a ese lugar en su compañía… Y así, dejando por un momento atrás todos los malos pensamientos relacionados con Simón, Lucía llegó a «la cumbre de la vida”.

Cuando subió ese último escalón, salió a una nueva superficie, como si acabase de escalar por las tripas de la tierra y estuviese encima de su corteza, en lo alto de una torre desde la que podía ver el mundo entero… Vio con claridad como llamaban a la oración desde Marruecos a Estambul… Como en Tel Aviv los hombres se daban de cabezazos contra un muro en honor a su Dios y en lo alto del Tibet lo hacían en la más pura meditación… Vio como en Nueva Delhi los niños corrían descalzos por la calle. Y en Estados Unidos a un grupo de amish en carretas tiradas por caballos. Vio tribus remotas en la Amazonia y en Nueva Zelanda… Y en Roma al Papa en la piazza del Popolo… Vio los puentes de oro que cruzaban el río Sena en París… Vio todo eso y más, mucho más… La Estatua de la Libertad y  ondear la bandera de los Estados Unidos de América. Los templos japoneses y la muralla china. Vio las montañas de Afganistán y sus pequeñas cuevas, vio las pirámides de Egipto, el Nilo y la Sabana africana, elefantes, tigres, leones, niños a las espaldas de su madre felices, niños y niñas cantando… Vio eso y mucho más… Pero también vio niños descalzos, niños hambrientos, niños muertos y buitres volando a su alrededor,  vio balas cruzando de un extremo a otro del mundo, vio odio, vio miseria, vio ratas corriendo por las calles, vio a mujeres y a hombres sufrir… Respiró el aire de todas las personas que formaban el mundo. A penas pudo asimilar todo el olor que transmitían. Una mezcla entre vida y muerte demasiado fuerte, demasiado emocionante y escalofriante.  Descubrió que ese era el origen del murmullo que había oído subiendo las escaleras de piedra… Las piernas le flaquearon ante la terrible sensación de que estaba sola en la cima de una montaña desde la que podía contemplar con claridad lo que era el mundo. Sintió que toda esa grandeza compuesta por tantas personas, ciudades, pueblos, paisajes, religiones, riquezas y pobrezas, solo la hacían darse cuenta de lo pequeña e insignificante que era. Pues su vida, su pequeña vida, estaba perdida entre toda esa  multitud y quizás nunca llegaría a ser observada por nadie desde esa cima que llamaban «la cumbre de la vida». Y de serlo, ¿qué sentido tendría para ella que así fuese?. Su vida cobraba sentido porque Simón y ella formaban parte de ella. No había nada especial ni relevante que los hiciese sobresalir entre toda esa diversidad. O quizás, solo sirviese de ejemplo de cómo es la vida de una pareja de jóvenes europeos en el siglo veintiuno. Dos robots programados para levantarse a las seis de la mañana, asearse, desayunar en silencio mientras leen o escuchan las noticias, darse un fugaz beso antes de acudir a sus trabajos y dejar que el día pase para empezar el siguiente… Pero en ese momento en que se encontraba sola en «la cumbre de la vida», sintió que nada de todo lo visto tenía sentido si no podía compartirlo con Simón. Echó de menos su vida, su deliciosa monotonía que no era sino algo tan maravilloso y grandioso como estar viva. Y empezó a bajar la cumbre a la que había llegado.

Cada paso que daba, cada escalón que bajaba, más y más rápido pensaba entusiasmada en lo estúpida que había sido por no entender que cada momento, aparentemente insignificante, cada taza de café derramada, el despertador anunciando que era la hora de levantarse, cada gota de agua fría que salía de la ducha, cada hora mirando al ordenador, cada noche acurrucada al lado de Simón, cada resoplido o estornudo, cada silencio o cada sonrisa… Cada broma, aún no bien recibida… Esa era «la cumbre la vida». Descendió, casi rodó por las escaleras de piedra, se magulló luchando contra los helechos, maldijo a la noche por llegar tan rápido y tener que encender su linterna… Deseó llegar cuanto antes donde estaba Simón para contarle todo aquello… De repente, vio a lo lejos una tenue luz, entre unos árboles. Y después, una tienda de campaña y luego, pudo descubrir que se trataba de su tienda de campaña, aquella de color naranja que habían comprado para ir a la montaña de la  vida.- Menudo invento- pensó Lucía -¿Cobrarán comisión los de la tienda de deportes?-

Pero no le dio tiempo a contestarse. Corrió hasta el lugar en que había acampado Simón, gritó su nombre hasta que abrió la cremallera de la tienda en la que dormía, o más bien roncaba dentro de su saco de dormir, ajeno a todo. Lucía jadeaba por el esfuerzo… Zarandeó a Simón… -Pssss… Simón, Simón… Despierta…-. Pero Simón no despertaba. Su sueño era demasiado profundo… Lucía insistió una vez más-Simón… Cariño tengo que contarte algo maravilloso…-. Pero Simón seguía roncando… Lucía insistió por tercera vez hasta que cansada de tanto esperar insistió una cuarta vez -¡Simón!- gritó. Y esta vez Simón si se despertó. O más bien se sobresaltó y pegó un brinco en su saco que a punto estuvo de tirar por los aires la tienda de campaña.

-Pero… ¿Qué coño pasa?- dijo confuso, frotándose los ojos. -¿Te has vuelto loca?- Simón miraba a Lucía desconcertado.

-¡Si!!!!- dijo ella emocionada, abrazando a Simón y besándolo. Tirándose encima de él como si de un perro que encuentra a su amo tras perderse se tratase. Simón empezó a reírse… ¿Así que lo has conseguido, eh?- preguntó mientras abrazaba a Lucía. -¿Has llegado a «la cumbre de la vida»?- preguntó. –Si, llegué- dijo ella. -Cuéntame, cómo es… ¿Es tan increíble como todo el mundo dice? ¿Merece la pena ir?- Lucía se recostó sobre su regazo apoyándose sobre un codo y miró a Simón de una forma distinta a todas las demás veces en las que lo había hecho –Lo más increíble no es el lugar, sino lo que sientes cuando llegas a él y cuando lo que descubres- contestó Lucía. -¿Y qué es?- preguntó Simón aún medio dormido. -Conciencia de tu vida y ganas de vivirla- dijo ella -Y sobre todo, unas ganas terribles de bajar para poder compartir ese hallazgo contigo: «La cumbre de la vida» no es ese lugar, sino este en el que estamos ahora y en el que vivimos cada día. Eso es lo que aprendes ahí arriba-

-Ya…- contestó Simón, mirándola un poco extrañado, pero conmovido por las hojas secas entremezcladas con su pelo despeinado, sus arañazos, y heridas en las rodillas… -Solo tengo una pregunta- añadió –Qué…- dijo ella. -¿Te tiraste rondando por la cumbre para llegar más rápido y venir a despertarme?-. Lucía le miró primero con fastidio y después se rió mientras le pegaba suavemente en el brazo.

Las luces de la noche se fueron alejando y alejando, hasta que la tienda de campaña solo formó un pequeño puntito de luz que a su vez se integró dentro del universo, como una estrella más entre los millones que rondan el cielo… Y allí, en ese pequeño lugar, Lucía y Simón eran observados por otra persona que al contemplarlos tomaba conciencia de su propia vida.

Patricia Bernardo Delgado.

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