El anciano se recoge los pantalones que le quedan demasiado grandes. Los endereza en la cintura y deja el importe de la cuenta encima de la mesa. A su alrededor todo son ruido de tazas y platos que chocan al apilarse, mientras el camarero de camisa blanca y pajarita gastada intenta terminar rápido para atender otra mesa. Es domingo y el trajín de la gente entrando y saliendo de la cafetería, se mezcla con el olor de los pasteles y el hojaldre recién horneado. Nadie se ha percatado en el anciano mirando a través del gran ventanal que da a la estación de tren, paralizado, como si hubiese visto a un fantasma. Sus ojos aguados y su boca temblando. A fuera solo hay un gran reloj que corona la estación de tren y anuncia que son las seis de la tarde; taxis, coches y personas cargadas con maletas. Pero no es lo que hay ahí fuera lo que hace que el anciano se perturbe, sino el recuerdo reflejado en el cristal de una de tantas tardes de domingo, a esa misma hora, en esa misma estación, en las que Marilia le esperaba para después arrojarse a su cuello al verle salir del tren. Tantos besos y abrazos reciía que él terminaba apartándola, atosigado por su efusividad. Ese recuerdo tan lejano vuelve de repente a la frágil mente del anciano, devolviéndole su propia imagen reflejada en el cristal, demasiado arrugada y flaca. Ahora, recuerda por qué va cada tarde a esa cafetería. Una sonrisa se dibuja en su cara. Es la sonrisa del recuerdo vivido y encontrado en su memoria. Un momento efímero, reincidente.
Autor: Patricia Bernardo Delgado