Foto: «La Nueva España». 21-09-2012.
Este relato fue publicado el viernes 14 de septiembre de 2018 en el periódico «La Nueva España», edición Oviedo; dentro de un apartado llamado: «Historias Mateínas», en el que escritores ovetenses fuimos plasmando durante una semana relatos, sensaciones o historias en las que las fiestas de la ciudad estuviesen presentes.
La sorpresa fue que, contra todo pronóstico, el día escogido para publicar mi relato fue el mismo del pregón de las fiestas. Y yo me enteré esa misma mañana, de la que iba a trabajar, al recibir un mensaje de un compañero que me felicitaba por mi columna. «¿Qué columna?», pensé yo. Y resultó ser que se había adelantado su publicación.
Aunque muchas personas ya lo habéis leído, no se puede acceder a él vía internet salvo que estéis suscritos al periódico, y sería una pena que un relato al que le tengo tanto cariño quedase reducido a un recorte de peiródico en mi casa, o a una foto parcial en las redes sociales.
Este espacio es mi bunker, donde deseo que encontréis todo lo que escribo y comparto con los que habéis descubierto mi rincón. Así que… es todo vuestro.
La otra ciudad:
Observo mi ciudad, tranquila y sigilosa, adormecida por el verano perezoso y caprichoso que empieza a irse lentamente. La imagino cansada de fugaces paseos de turistas, de la soledad del que se queda y tiene que soportar el vacío que deja quien se va buscando algo mejor.
En San Mateo, Oviedo deja de ser poco mía y se transforma en otra ciudad, callejera, gritona, nocturna y resacosa. Una prefabricada, que se construye a golpe de chiringuitos, escenarios y focos que tapan a la de siempre, que permanece latente, a la espera de que le quiten el disfraz.
Oviedo se monta y desmonta tan sigilosamente como una cenicienta se desprende de su vestido, pasada la media noche. Vive una ciudad paralela, llena de rincones construidos para unos días que después se irán. Y como suele ocurrir cuando alguien es protagonista, todo el mundo se pelea por llamar su atención. Eso fue lo que me dijo el día en que la conocí.
Aquella noche mis planes se habían esfumado de la misma manera que cualquier posibilidad de hacer otros nuevos. Así que decidí salir a comer un bocata de calamares y beber una cerveza en el chiringuito en el que estaba echando una mano un colega. Todo el mundo había salido a la calle y era difícil no sentirte acompañado. Pegar un mordisco a tu bocata y saludar sin perder la dignidad, se había convertido en un reto.
Fue después cuando la vi reflejada en la pantalla del “Pinón Folixa”, pero ella hacía como si nada, como si la fiesta no fuese cosa suya o mejor dicho: como si ella fuese la fiesta. Llevaba los labios pintados de rojo y el pelo revuelto. Sus ojos envueltos de rimel me sonrieron desde el otro extremo de la barra. Yo levanté mi cerveza a modo de saludo y ella se abrió paso entre la multitud.
—Te conozco —me dijo.
— ¿Ah sí? —contesté un poco confuso. Ella sonrió.
—Si, te veo pasar muchas veces por la plaza de la catedral. La atraviesas a zancadas. ¿La has contado alguna vez? —preguntó sin parpadear.
— ¿Perdona? —respondí sin saber si la había escuchado bien.
— ¡Que si has contado cuantas zancadas mide la plaza de la catedral! —gritó.
La miré extrañado, no se si por la pregunta, porque era la primera vez que la veía o por las dos cosas a la vez…
–No… ¿Y tú?
Se rió de nuevo y movió la cabeza de un lado encogiéndose de hombros.
—No… Se me acaba de ocurrir según estaba hablando contigo. Tardaría un rato porque no tengo las piernas tan largas. —dijo mirando sus vaqueros desgastados con resignación.
Generalmente la gente tiene prisa por acortar las conversaciones, los que las escuchan y los que hablan. Pero en nuestro caso, ahí estábamos, uno frente a otro. Yo la miraba con una sonrisa a medio hacer. Ella no paraba de hablar mientras le daba sorbos a su cerveza. Era graciosa e imprevisible.
—En San Mateo las plazas dejan de ser plazas y las calles pierden su nombre. La ciudad de verdad está detrás de todo esto. Aunque siempre tengo la sensación de que permanece a la espera de algo que no llega y me da ganas de zarandearla para que espabile —suspiró mientras sacaba un cigarrillo. —Supongo que está despechada, igual que yo. —dijo con gesto de fastidio, mientras le daba fuego.
— ¿Por qué estás despechada?
—Verás… —echó una calada a su cigarrillo y después continuó —Me sentí muy sola este verano. Te fuiste, mientras yo me quedaba aquí, como siempre, paseando a unos cuantos turistas por la ciudad. Esperando a que tú y el resto volvieseis —esta vez sonería con melancolía—. De repente todo es luz, música, fiesta… Y hasta tú te has fijado en mí. ¿Tengo que vestirme de fiesta para que lo hagas?
No sabía si se trataba de una actriz que ensayaba su papel o solo una chica que trataba de ligar conmigo, pero no podía dejar de mirarla. Sorprendido, confuso, hechizado.
Justo en ese momento empezó a sonar “Purple Rain”, de Prince. Y entonces, recordé aquella noche en la que Slash se subió al escenario del Pinon a tocar con los “Stormy Mondays”. Sonrió de nuevo, recuperando su jovialidad y como si adivinase mi pensamiento dijo:
—Si, aquella noche fue gloriosa…Deberías estar más atento cuando vas por la calle, porque te lo estás perdiendo.
— ¿Y qué es eso que me estoy perdiendo?
Ella me regaló una sonrisa aún más grande que las demás y exclamó:
— ¡A mi! —después se dio la vuelta para irse.
—¡Espera! ¿No me vas a decir al menos cómo te llamas?
La chica de labios rojos y ojos envueltos en rimel, se acercó por última vez y me susurró algo al oído. Después, se perdió entre la multitud y desapareció. Aún hoy sigo preguntándome si fue real o solo un sueño. Desde entonces, siempre que atravieso la Plaza de la Catedral para ir a trabajar, me acuerdo de su nombre: Oviedo. Y ahora nunca la pierdo de vista.
Autora: Patricia Bernardo.
Publicado en el periódico «La Nueva España», Oviedo, el 14 de septiembre de 2018.