Ella o yo (I)

“El mundo tal y como lo conocemos dejará de existir. ¿Qué tienes pensado hacer con eso?”

Estas fueron las últimas palabras que me dijo antes de desaparecer entre la cortina de personas del bar. Recuerdo su voz mezclada con cerveza y el “Rebel Rebel” de Bowie.

Cometí el error de dar por supuesto que volvería. Pero no fue así. La busqué en el baño. Quizás le habría pasado algo. Pregunté a los camareros. Sí, claro que la conocían. Pero se había largado. Sin despedirse. Ni dar ninguna explicación. Y aunque salí a buscarla lo más rápido que pude, fue demasiado tarde. Parecía como si las calles brillantes y resbaladizas se la hubiesen tragado.

Me acababa de confesar que se sentía perdida en un vacío inabarcable. Como una astronauta lanzada a su suerte en medio del espacio, sin planos ni rutas. Pensé que era reconfortante confirmar que tras la fachada de aquella mujer había un complicado andamiaje, en el que se asentaban muchas habitaciones, voces y personas. Si las demás supiesen esto… Seguramente dejarían de envidiarla, de quejarse por esa vida rutinaria y mundana. A ella le parecía imposible conseguir algo parecido.

No era feliz. ¿Y quién lo era todo el tiempo? Le dije yo. Pero cansada de escuchar lo mismo una y otra vez, me contestó que eso lo decían todas las personas que vivían dentro del perímetro de la normalidad. Donde incluso las preocupaciones se podían encajar en una lista de preguntas y respuestas frecuentes.

Ahora, años después, la devolvían a mi vida otras piedras, otras calles. No se si fue ella o tal vez yo, quien se dio cuenta primero. Nuestras miradas se cruzaron en mitad del “The Turf Tavern”

Era mi primer día en aquella ciudad tan familiarmente desconocida. Aún sentía el sudor pegajoso en la espalda y los nervios palpitando en el pecho. La clase había ido bien. Los alumnos escucharon pacientes mis teorías científicas sobre el fenómeno de Asturias durante la pandemia. Me dije que una pinta en el pub más emblemático de Oxford no me vendría mal para celebrarlo.

Ella llevaba mas rato que yo, observando mis movimientos, con esa mirada chispeante que hacía años me habría desarmado. Seguía conservando el halo de princesa destronada, la nariz respingona e insolente y esos labios, siempre a punto exhalar una calada o formular una pregunta en forma de puchero. Hizo señas para que me acercase a su mesa. Parecía alegrarse, a juzgar por los gestos y su sonrisa. Yo me sentía desubicado. Perdido en mitad de una niebla a punto de disiparse. Me dio un abrazo cálido. Olía a jabón, a flores, a lana. El pelo, recogido en lo que pretendía ser un moño, campaba por su rostro, invadiéndolo con un flequillo rebelde. La Debbie Harry de otros tiempos, ahora aparecía reconvertida en alguien menos sofisticada y accesible.  

Creo que sufrí un bajón de tensión. Un mareo repentino, fruto del cansancio, de la emoción que salía a relucir al constatar que aún existían personas de aquella época que seguían vivas. Ella cayó en la cuenta del impacto.

­– ¡Qué sorpresa encontrarte aquí! ¿Cómo estás? –exclamó, mientras hacía una seña al camarero para que nos atendiese–. Una pinta ¿verdad? A juzgar por tu cara creo que la necesitas. Parece que hayas visto un fantasma…

– Siéntate. Te sentirás mejor.

Me cogió las manos. Frías, sudorosas. Después las abrazó entre las suyas y las besó. Mis gafas se desempañaron. Las pintas se plantaron en la mesa, como una barrera de distancia entre nosotros y el resto del bar. Ya mas presente, me dejé envolver por la suavidad de su bienvenida. Sentía cómo mis ojos se volvían agua sin poder hacer nada para remediarlo.

– ¿Sabes? Cuando te fuiste aquella noche, me dejaste hecho polvo. Pensé que la había pifiado con alguna frase de las mías. Y después, toda la locura de estos últimos años… Nadie supo nada de ti. Pensé que habías muerto.

– ¿Así de fácil? ¿Pasan unos años sin vernos y ya me das por muerta? –dijo con sorna. Suspiró encogiéndose en su abrigo y me soltó las manos para darle un buen trago a la cerveza, como si con eso calmase su sed o ahuyentase los malos augurios que yo le traía desde Asturias–. Al parecer os habéis convertido en una isla en mitad del caos. Mira a tu alrededor. Mira sus caras. Ya nada volverá a ser igual.

No me sorprendía. Estaba habituado a las miradas suspicaces, los gestos nerviosos, los sobresaltos al escuchar una voz mas alta que otra. El miedo a los abrazos, las lágrimas aflorando a cada instante, los bloqueos y las ausencias voluntarias de muchas personas. Decían que Asturias había sido un caso mundialmente excepcional. Pero yo tenía mis teorías y procuraba infundir a mis alumnos la seguridad necesaria para avanzar en el inestable mundo de la ciencia y la investigación. Solo teníamos eso. Y nuestras vidas eran algo secundario, al servicio de un fin mayor.

– ¿No me digas que tú también has venido a dar clases?.

­­– En realidad solo estoy de paso. Imparto un seminario sobre investigación en la Facultad de Medicina. Durará unos meses. Tres, a lo sumo.

– ¡Esa es una gran noticia! –exclamó–. Por fin alguien que habla mi idioma. Un amigo….–. Se detuvo a mirarme con una pizca de melancolía en la que predominaba la ilusión por la novedad, por el reencuentro–. Tengo que presentarse a varios colegas. Te vendrá bien. La mayoría son unos gilipollas y otros se han quedado tocados. Para qué te voy a engañar. Pero hay alguno que se salva. Nos vamos a divertir mucho –dijo dando el ultimo trago a su pinta.

Había algo en su actitud, una discordancia extraña por descubrir. Tardaría tiempo en descifrarla, pero pensé que un buen comienzo sería retomar la conversación de hace años.

– La última vez que nos vimos me dijiste que el mundo desaparecería. ¿Lo recuerdas?

Asintió con sus ojos verdes.

– ¿Qué te hizo pensar que sería así?.

Se encogió de hombros. Hizo un gesto al camarero para que trajese otra ronda. Después comenzó a hablar, consciente de la importancia de su historia:

– Por aquél entonces vivía en un caos interior. Supuse que mis presagios sobre el desastre tenían que ver un poco con eso. Aunque después me dí cuenta de que había algo en mí que era capaz de sentir con anterioridad los hechos. Era como si me hubiesen enchufado al mundo y de repente pudiese adivinar que algo malo, muy malo sucedería. Una Magistrada como yo… –dijo esbozando una sonrisa burlona y enseñando unos dientes imperfectamente blancos–. Así que pensé que unas vacaciones no me vendrían mal. Algo de tiempo sin trabajar, sacando fotos por algún lugar del mundo, leyendo, paseando o sencillamente viviendo. Casualidades de la vida, un colega me dijo que la Universidad de Oxford se había puesto en contacto con la de Derecho de Oviedo para seleccionar a profesores. El feminismo había hecho estragos. Les gustó mi perfil. Al poco de llegar estalló la pandemia, la guerra, la crisis… Todo se mantuvo a duras penas, pero conseguí sobrevivir. Y eso me hizo indispensable aquí.

Satisfecha por su discurso perfectamente armado me preguntó por los demás.

“Los demás… » pensé. No quedaba mucho de eso. Solo restos. Retazos descompuestos de lo que fueron. Pero no era tiempo de recordar a los caídos, ni de desmontar su historia. Aún no.

Lo excepcional, lo realmente excepcional, era que ella y yo nos hubiésemos vuelto a encontrar y siguiésemos vivos.

Brindamos por ello y nos dejamos llevar por la existencia perentoria de aquel momento.

(…)

Autora: Patricia Bernardo.

Foto: @Blondie-Facebook.

© 2020. Patricia Bernardo Delgado.

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