Diego no era un chico normal, al menos eso decían sus compañeros de la universidad. A él eso no le importaba demasiado, pero a veces le resultaba un poco molesto escuchar sus risas cuando sacaba de su estuche todos sus bolígrafos, lápices y portaminas para ordenarlos encima de la mesa, uno al lado del otro, perfectamente alineados. Era una de sus muchas obsesiones. Tenía unos dedos muy largos y estilizados con los que pintaba cuadros hermosos, moldeaba figuras de barro, incluso con plastilina y dibujaba cómics con personajes que se inventaba como el «Pato Jovinchi».
Era un amante de las matemáticas, la física, la química, jugaba al ajedrez y había aprendido a tocar la guitarra en todas sus modalidades: clásica, acústica, eléctrica… Tenía una gran colección de discos de Jazz, Soul o Rock. Su habitación olía a tabaco y estaba empapelada con posters de Buster Keaton o Charlot. Estudiaba una complicada ingeniería, en otros tiempos en los que nada era tan fácil como ahora. Algunos dirían que era una especie de genio porque todas y cada una de las cosas que hacía eran perfectas, no había un fallo, ni siquiera en su letra ni en su firma. Sin embargo, detrás de esa genialidad se escondía una mente complicada que se adaptaba con dificultad a la sociedad que todos aceptamos como “normal”.
Una mañana decidió ir al monte y se aventuró por una de esas rutas que tanto le gustaban, para recoger setas y buscar piedras cuyo nombre solo él conocía, de paso le llevaría a su madre musgo para adornar el Belén de Navidad.
Durante el trayecto se encontró con un pequeño animal agazapado junto a un árbol. Era un búho. Un precioso búho que estaba herido. Diego lo cogió con mucho cuidado y lo guardó en su mochila. Cuando llegó al bar del pueblo más cercano le preguntó a la chica que atendía detrás de la barra dónde podía haber un albergue de animales. Abrió su mochila y le mostró al animalito. La chica, pegó un grito a ver las garras del pequeño búho. Pero él la tranquilizó con un: –Mujer, que no hace nada, sólo es un búho herido–.
La chica le indicó donde había un albergue para especies protegidas. Pero cuando llegó, lo encontró cerrado. Decidió entonces dejar al búho en la puerta, abrigado con su forro polar.
Regresó a casa inquieto. Y pasó la noche dando vueltas en la cama preocupado por búho. Decidió buscar por internet el albergue porque le pareció extraño que estuviese cerrado. Su sorpresa fue mayúscula cuando leyó que había dejado de existir hacía tiempo. Definitivamente no pudo dormir.
A la mañana siguiente se levantó con los pelos de loco y le relató apesadumbrado a su madre la historia. Tenía que haber traído al búho a casa. Su madre le escuchaba espantada porque se veía conviviendo con un búho, que era justo lo que le faltaba a la leonera de la habitación de su hijo.
Pero Diego tenía que volver a buscarlo. No podía dejarlo malherido y sólo. Así que le pidió a su madre un cesto. O más bien decidió vaciar el cesto de la ropa de planchar. Un cesto enorme de mimbre forrado de cuadros azules y blancos. Y después de llamar a su amigo Juan, el único que tenía, emprendió la marcha con el gran cesto en ristre. En la expedición le acompañaron además el hermano mayor de su amigo, su hijo y un japonés llamado Yamamoto que estaba viviendo en su casa mientras entrenaba para ser futbolista.
Pero cuando llegaron al lugar donde había dejado al pequeño animal, ya era demasiado tarde. El búho había muerto. Diego, lo miró con tristeza y lo dejó con sumo cuidado en el mismo sitio, a la puerta del antiguo albergue, tapado por su forro polar.
A la vuelta le contó la historia a su madre. Estaba realmente indignado. –Si sale en los periódicos que se ha encontrado un búho muerto a la puerta de un albergue para especies protegidas, recuerda que fui yo quien lo dejó ahí, para que les pese en su conciencia a quienes lo cerraron–dijo con despecho.
Hablaba con voz triste y se echaba en cara no haberlo llevado a su casa para curarlo. Su madre le intentaba consolar: – Cariño, tú no podías curarlo. ¿Qué habríamos hecho con ese animal si se muere?– a lo que él respondió – Le habríamos enterrado en el parque–.
Su madre no daba crédito. –Diego, creo que eso está prohibido…–
Pero a él eso le daba igual. A fin de cuentas ¿qué mal podía haber enterrar a un animal tan indefenso en un parque?. Realmente cada día entendía menos el funcionamiento del mundo.
Pasó varios días casi sin comer. Su madre empezaba a preocuparse. Se encerraba horas en su habitación, delante del ordenador.Hasta que una tarde, aparecieron su amigo Juan, su sobrino y su amigo Yamamoto. La madre de Diego se sorprendió al verlos pues no era muy habitual que su hijo recibiese visitas. Se alegró pensando que distraerían a su hijo. Abrió tímidamente la puerta de la habitación: –Diego tienes visita… Son unos amigos–.
Diego levantó la vista y asomó su cabeza despeinada. A través de sus grandes gafas de metal descubrió a sus compañeros. Su madre se apartó para dejarlos pasar. –Diego esto parece una caverna– le dijo su amigo Juan. Él se encogió de hombros. –¿Qué queréis?– preguntó malhumorado.
–Pues verás…– dijo su amigo. –Resulta que iba yo con mi hermano y el tamagotchi…–¡Juan! Lo entiende todo– dijo su hermano pequeño enfadado. Yamamoto sonreía. –¡Qué va!, éste ni se entera. El caso es que nos encontramos en mitad de la calle una paloma con el ala rota– Diego pegó un brinco en la silla. Juan continuó hablando ignorando su gesto de forma intencionada. –Y resulta que pensamos… Pobre paloma… No la vamos a dejar ahí tirada en el suelo… A saber la suerte que correrá, porque a la gente no le suelen gustar estos bichos…– a Diego casi le salían los ojos de su órbita. –Así que decidimos recogerla– Juan se quitó la mochila y la abrió mostrar a una paloma desfallecida y asustada con el ala derecha maltrecha.
Sobra decir que Diego y sus amigos tardaron en salir de la habitación, pese a que su madre les ofreció en varias ocasiones que comiesen algo. Después de un buen rato, cuando ya se había hecho de noche, salieron con gesto triunfal. Aceptaron gustosos la cena que la madre de Diego les había preparado, charlaron alegremente y después se despidieron.
Diego ya no estaba cabizbajo, sonreía. Su madre lo miraba extrañada pero a la vez aliviada. No sospechaba que en su habitación había una huésped que dormía plácidamente tras haber recibido los cuidados de Diego y sus amigos.
Pasaron los días y poco a poco la paloma empezó a mejorar. Diego le había confeccionado una casita dentro de una caja de cartón. La tapaba con una toalla y la alimentaba con una jeringuilla. Cuando ya estaba preparada para volver al mundo exterior, Diego buscó un lugar donde la paloma pudiese vivir lejos de los riesgos de la gran ciudad. Encontró en internet a un hombre que tenía un palomar en un pueblo, no muy lejos de su casa. Así que un día, mientras su madre trabajaba, cogió su caja con la paloma y ambos viajaron en autobús en busca de su nuevo hogar. El hombre resultó ser una persona muy amable. Le pareció extraño que alguien se preocupase de traer una paloma que vivía en la ciudad. No era nada común. Charlaron animadamente sobre animales y plantas durante un buen rato, y el hombre le hizo prometer a Diego que volvería a visitarle ya que le resultaba muy reconfortante conocer a personas que compartiesen su amor por la naturaleza.
Cuando llegó la hora de la despedida Diego miró a la paloma y le dijo: –Buena suerte amiga, aquí estarás bien– y se fue, satisfecho por haber conseguido salvar una vida, aunque no tuviese mucho valor para el resto de las personas «normales».
Por Patricia Bernardo Delgado
5 comentarios
Sensibilidad a flor de piel. La historia de un chico que no es normal.
Pero…¿Que es lo normal?
Me ha encantado, una historia inspirada, que se hace cercana y muy bien narrada. 😊😊😊😊
Me encanto patri!!! Ganas de leer otro ya!
Menuda entrada: «Diego no era un chico normal», así cualquiera!!!! De esta manera te tienes que quedar un rato más a leer 😉
Gracias Fiti!!!!!