Le vi varias veces cerca de mi casa. Sujetando mas bolsas de las que sus manos podían abarcar. Hacía demasiado calor para un chaquetón acolchado, más propio de los días fríos y lluviosos de Oviedo. Aunque ahora que lo pienso, aquel verano se hizo esperar, transitando sin control dentro y fuera de la temporada. Así que supongo que los zapatos de goma tampoco desentonaban del todo.
Su cabeza, oscurecida por los días en la calle, emitía sonidos que pretendían formar frases, pero al brotar en su boca, se convertían en incongruencias, difíciles de descifrar.
A ellos también me los encontré muchas veces. No era una novedad. Solo una constante con algún paréntesis. Ella siempre me ignoró, mirando hacia otro lado. Desconociendo quizás, mi existencia. Él por su parte, solía limitarse a saludarme con un guiño cómplice, tranquilizador.
El silencio que calla lo que sucede, puede ser en ocasiones amable. Otras, demasiado pesado. Creo que acabé por hacerme a la idea de que había dejado de existir, como aquel vagabundo.
Hace años que no veo a ese anciano. Pero confío que esté en algún lugar mejor, donde alguien escuche sus frases imposibles y sea capaz de entenderlas.
Tampoco vivo en la misma casa, ni paseo por los mismos sitios. Era la única forma de dejar de cargar con tantas bolsas y mirar hacia arriba sin miedo.
Foto: «De repente, el último verano»
Autora: Patricia Bernardo. © 2021