Una escena: Cruce de caminos.

Foto:  Anuncio de publicidad de camisas IKE. La Voz de Asturias. Gijón.

 

Después de estar algún tiempo sin publicar, quiero compartir con vosotros mi experiencia en el Master de Creación Literaria que estoy cursando con la Universidad Internacional de Valencia (VIU) a distancia. Es una gran suerte poder aprender de escritores tan enormes como Espido Freide, Nuria Barrios, Violeta Serrano, Vanessa Monfort y Pedro Ángel Palou García. Aún me quedan unos cuantos por conocer… Todo un reto, un esfuerzo también, pero sobre todo, un incentivo enorme a mi creatividad que trama sin cesar. Así que hoy voy a publicar una escena en la que doy vida a un personaje y lo pongo en movimiento. No se si de aquí saldrá algo más o si esta escena se quedará guardada en un cajón, esperando a que la reviva mas adelante, como me pasó en mi primera novela. Pero ésta podría ser la historia de dos mujeres que cruzan su camino una mañana:

 

Charo se despertó con el sabor agridulce de la noche anterior. El reencuentro con su padre la había despojado del armazón de “estoy bien” que la mantenía a salvo. En ese momento sentía que no quedaba nada de la vieja Charo, la que se había subido a un tren desde Madrid para volver a su casa, después de casi un año de ausencia. La distancia había sido mitigada con breves llamadas que rara vez le devolvían algún reproche. Su padre se había mantenido firme en su postura, esa que con el silencio decía más que hablando. Y así se lo encontró al regresar a casa, igual que la última vez que se despidieron, sentado en el mismo sillón, absorto en recuerdos que hacía tiempo no compartía con nadie. Sin embargo, esta vez, sus ojos grises y acuosos, habían mirado a Charo desde su cara chupada diciéndola: “¿Por qué tardaste tanto?”. Al recordar esa imagen sintió cómo el estómago se le revolvía con fuerza. Ella sabía que la enfermedad de su padre no había sido la verdadera razón de su vuelta, sino una excusa para encontrar respuestas.

Afuera, Gijón amanecía y su cama de adolescente olía a la reconfortante humedad del mar. Buscó refugio en el baño, arropada con la chaqueta de lana del día anterior, sintiendo cómo el frío de las baldosas se colaba por sus zapatillas. Al aclararse la cara y mirarse en el espejo, tardó en reconocerse. Su imagen pintaba muy diferente bajo esa luz. Pero después de unos minutos de presentaciones, se familiarizó de nuevo con la Charo de rasgos afilados y ojos color miel… Sonrió al recordar que siempre echaba en cara a su padre haber heredado su nariz aguileña. Él la consolaba diciéndola que, como compensación, había ganado la sonrisa perfecta de su madre. Un nuevo retortijón le revolvió el estómago, como un pellizco malintencionado que le pilla a uno por sorpresa.

“A correr” se dijo, espantando los recuerdos. Sacó la ropa de la maleta aún sin deshacer y se puso sus mallas, una sudadera y zapatillas “running”. Bajó las escaleras de madera con cuidado de no despertar a su padre. Pero él ya estaba en la cocina, desayunando, mientras escuchaba las noticias de la radio.

–Mucho madrugas hija. ¿Dormiste bien? – preguntó al verla.

Charo aspiró el olor a café que salía de la italiana y sonrió con fingida jovialidad (ocultando la ansiedad que la empujaba a escapar).

–¡Dormí de maravilla!  –contestó después de darle un beso en la frente–. Pero ahora me voy a correr un poco.

Su padre arqueó las cejas.

 –¿Con el estómago vacío? –preguntó extrañado.

–Si papa, sino me puede sentar mal. No te preocupes. Volveré en una hora –dijo mientras se recogía el pelo.

–Ten cuidado… –contestó en voz baja, como si hablase para sí, concentrándose de nuevo en su taza de café.

Pero Charo ya se había ido, emprendiendo un suave trote a través del camino empedrado que conducía al puerto. Hinchó sus pulmones y sintió cómo el aire oxigenaba su cabeza, llenándola de tranquilidad, mientras el mar aparecía ante sí cubierto por una luz rojiza esperanzadora.

El día que Martín le dijo que no tenía pensado dejar a su mujer, se encontró de golpe con las sacudidas en el estómago que la dejaban sin aire, las mismas que había sentido cuando su madre murió. Aida le recomendó entonces hacer algo de ejercicio, transmitiendo a su amiga los hábitos saludables que a ella le habían dado resultados. “Correr a sus treinta y cinco años… Ella que se reía de la moda de los “runner” y adoctrinadores de vida sana que la inundaban y aburrían por igual…” pensó. Sin embargo, correr la había salvado. Y ahora se aferraba a ello como una droga. Su mente vagaba libre y caprichosa, conectándose y desconectándose con la realidad.

En esas estaba mientras sonaba en su Spotify “Another Star” de Stevie Wonder, imaginándose en un crucero estilo “Vacaciones en el mar”, cuando se dio cuenta de que se había desviado demasiado de su camino, llegando hacia una zona deshabitada, cerca de una fábrica destartalada. Ya se disponía a dar la vuelta cuando de repente, como salida de la nada, una mujer vestida con una bata, el pelo blanco enmarañado y caminar sonámbulo, se atravesó en su camino, como una oveja descarriada de su rebaño. A punto estuvo de llevársela por delante.

–Señora… ¿Se encuentra bien? –exclamó, parándose en seco mientras se quitaba los cascos.

La mujer, que rondaría los setenta años, la miró con los ojos de una niña que ha perdido a su madre y no sabe qué decir.

–¿Dónde vive? –insistió Charo.

La mujer, abrumada por las preguntas, arrugó su cara en un gesto de dolor y señaló hacía la vieja fábrica.

–Yo…vivo ahí –contestó al fin.

Charo miró el paisaje desolado que las rodeaba. Pero “ahí” no había nada más que escombros y dos mujeres que se habían desviado de su trayecto por diferentes razones.

Estaba claro que la carrera de aquella mañana duraría más de la hora prevista.

Autora: Patricia Bernardo.

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